sábado, 4 de septiembre de 2010

II - La llegada de los piojos

Los dos pensamos que el amor sería para siempre. Pero el corazón de él dijo basta. Fue durante los preparativos de la kermese de Reyes. Murió como él quería: de fiesta.

El Gordo me decía "mi Marga", porque estaba hecha de pétalos blancos y era su sol. Pero cuando él murió, los fui perdiendo uno a uno. Me quedé sin luz. Vacía. Con el tiempo me llené de amargura. Aunque en casa lo disimulaba muy bien. Sobre todo cuando los chicos me pedían la teta, la leche con pan y manteca, el cuento de la noche, y las figuritas, que se volvieron algo inalcanzable.

Aprendí a hacer de todo: revocar la última pared que él había levantado y por la que empezaba a entrar humedad, tapiar el fondo para estar más seguros, mover la tierra para armar una huertita. Eso me daba cierta tranquilidad. De hambre no nos íbamos a morir. De dolor, por ahí, sí.

Dejé mis agujas de tejer por las del reloj que me apuraban para ir de un trabajo a otro. Limpiar una casa y luego otra. Las señoras bien eran buena gente, sólo algunas eran casi gentes, nada más. Mientras tanto, mamá se quedaba cuidando a los chicos y arreglábamos antes para pasar a buscarlos por la escuela, si es que no había paro. Los chicos volvían con piojos. Después me di cuenta de que los hijos de mis señoras también tenían la cabeza llena de piojos. Los piojos se meten por igual entre ricos y pobres. Pero a mí no me alcanzaba para peine fino y lociones. Les pasaba vinagre para que se rascaran menos. Y entonces, ya nunca más usé vinagre en las ensaladas.

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