jueves, 30 de septiembre de 2010

V - Otras voces


Mamá está rara. Muy rara. Y eso que el raro de la familia soy yo. Hace un tiempo que no habla sola. La escuché hablando con un unicornio, o no sé qué corno era. Ese coso hacía cosas extrañas, decía cosas que no hay que decir. Me di cuenta que son parecidas a las que yo digo a veces en la escuela cuando estoy aburrido. Y la seño me reta. Y la dire, peor. Me lleva a la rastra; me enojo y empiezo a pegar porque nadie me entiende. Entonces me siento tan solo como mamá desde que murió papá.


Me gusta que hable de vez en cuando. Un día de estos voy a hacerle una broma y le voy a contestar con la voz de ese coso. Capaz que la hago reír.




miércoles, 29 de septiembre de 2010

martes, 21 de septiembre de 2010

IV - Las escamas de un dragón


La crisis empeoró. Vendí la máquina vieja de coser de mamá. Empecé a vender los muebles del comedor. Nos quedamos con la mesita y las sillas de plástico del jardín. Un día miré a mi alrededor y vi que casi todo lo que nos rodeaba era de plástico. Nuestro lugar se iba encogiendo poco a poco: era una casa de juguete. Entonces, por primera vez en cinco años, recordé nuestros juegos con el Gordo. Escuché las cosas lindas que me decía. Que mis manos eran de hada; que hacía cosas hermosas con nada. Revolví lo poco que me quedaba en un cajón. Junté remeras viejas, retazos de telas, lanas de colores, botones caídos, puchitos de todo. Hasta la tanza de su caja de pescar que nunca quise tocar. Mezclé todo y armé un hada. Después, dos más. Las colgué en la ventana de casa. La pintura del marco se estaba descascarando. Miré al piso: parecían escamas de un dragón. Las guardé y se multiplicaron. Hice un dragón y una princesa. Cada noche volvía del trabajo a casa y armaba algo diferente. Casi sin darme cuenta, llené una caja con todos los móviles que había hecho.
Después de año nuevo pasó a saludarme Celina y se quedó a tomar unos mates. Le mostré mis trabajos. Al sábado siguiente me llevó a la feria de la estación. Me prestó un lugar en su puesto porque yo plata para pagarme uno no tenía. Esa tarde vendí la mitad de las cosas que llevé en la caja. Era día de Reyes y había kermese. Crucé con los chicos para darme el gusto de comprarles un choripán y pagarles un juego. Del otro lado del puesto del sapito vi al Gordo. Estaba parado y me guiñaba un ojo. Me sonreía. Pero no era el Gordo. Era Ruben.

lunes, 20 de septiembre de 2010

III - Los baños de Retiro


El 2001 me fue sacando de a poco los trabajitos que había conseguido. Si seguía limpiando las casas, las señoras cada vez me pagaban menos. Primero vendí mi cadenita de oro, después, el anillo de la abuela. Lo vendí y la recordé todo el tiempo. La recordé contándonos cuando llegó a la Argentina y trabajaba envolviendo caramelos en una fábrica, mientras el abuelo vendía diarios en el tranvía. Y nunca sintieron vergüenza.
Yo trataba de pensar en ella cuando iba al trabajo que menos me gustaba, pero que más plata me dejaba. ¿A quién le gusta ir a limpiar los baños de Retiro?... Durante varios meses pensé, con una puntada en el corazón: qué laburo de mierda. Veía caminar la vergüenza por mi cuerpo. Con el tiempo me di cuenta que hay otras miserias del hombre que dan más asco.


domingo, 12 de septiembre de 2010

Comunidad


Biriquinho me lo dijo, y yo le creí. Es tan fácil surfear un mamboretá, un escalón roto, una gota de vino en una copa de cristal. Con un par de trebolines todo se puede. Se pueden ver a través de una mirilla, en un millar de rutas de estrellas, de hormigas rojas que dibujan memorias de corazones. Hasta en un mostachol guiando dedalitos en medio del mar.


Qué bien la pasamos juntos. Recorrimos estaciones y puertos con trebolines de cuatro y seis hojas. Conocimos espadachines de estrellas. Juntar algunas y cartonear trebolines no tiene maldad, ni relojes controladores, ni es imposible.

Algunas veces, Biriquinho pierde una estrella y se pone a llorar. Entonces rompe tablas, cielos y cabezales. Se enoja. Y se transforma, porque es su esencia biriquique.




Por las madrugadas me llama desde un trebolar. Nos contamos nuestros vericuetos. Nos damos ánimo. Está comprobado que los biriquiques se entienden, aún sin bla, bla, bla.







miércoles, 8 de septiembre de 2010

Quien



[...] Tan extraña había sido su aparición. Pero volvió a mirarme y no sé por qué, me sentí raramente reconfortado.
No he visto nunca mirada semejante. La mirada de un hombre que había visto tanto que había llegado a comprenderlo todo.

¿Quién eres? [...]

Podría darte centenares de nombres. Y no te mentiría: todos han sido míos. Pero quizás el que te resulte más comprensible sea el que me puso una especie de filósofo, de fines del siglo XXI. El "Eternauta" me llamó él para explicar en una sola palabra mi condición de navegante del tiempo, de viajero de la eternidad, mi triste y desolada condición de peregrino de los siglos.

He tenido la suerte de llegar aquí... presiento que, después de tanto tiempo podré descansar un poco.
¿Me darás un lugar, verdad? No necesito otra cosa que un rincón para reponerme porque estoy cansado, terriblemente cansado. Y necesito descansar, para poder seguir buscando.
Porque eso es lo que hago siempre, buscar, buscar, buscar...





El Eternauta
Héctor G. Oesterheld - Francisco Solano López


sábado, 4 de septiembre de 2010

II - La llegada de los piojos

Los dos pensamos que el amor sería para siempre. Pero el corazón de él dijo basta. Fue durante los preparativos de la kermese de Reyes. Murió como él quería: de fiesta.

El Gordo me decía "mi Marga", porque estaba hecha de pétalos blancos y era su sol. Pero cuando él murió, los fui perdiendo uno a uno. Me quedé sin luz. Vacía. Con el tiempo me llené de amargura. Aunque en casa lo disimulaba muy bien. Sobre todo cuando los chicos me pedían la teta, la leche con pan y manteca, el cuento de la noche, y las figuritas, que se volvieron algo inalcanzable.

Aprendí a hacer de todo: revocar la última pared que él había levantado y por la que empezaba a entrar humedad, tapiar el fondo para estar más seguros, mover la tierra para armar una huertita. Eso me daba cierta tranquilidad. De hambre no nos íbamos a morir. De dolor, por ahí, sí.

Dejé mis agujas de tejer por las del reloj que me apuraban para ir de un trabajo a otro. Limpiar una casa y luego otra. Las señoras bien eran buena gente, sólo algunas eran casi gentes, nada más. Mientras tanto, mamá se quedaba cuidando a los chicos y arreglábamos antes para pasar a buscarlos por la escuela, si es que no había paro. Los chicos volvían con piojos. Después me di cuenta de que los hijos de mis señoras también tenían la cabeza llena de piojos. Los piojos se meten por igual entre ricos y pobres. Pero a mí no me alcanzaba para peine fino y lociones. Les pasaba vinagre para que se rascaran menos. Y entonces, ya nunca más usé vinagre en las ensaladas.

I - El otro plato


Eras una nube quieta dibujada en el cielo del desamparo. Con el uniforme blanco. La vista baja. La boca blanca. Los azulejos y las paredes también eran blancos, igual que los centímetros de papel cuidadosamente doblados y acomodados en fila sobre la mesa de fórmica blanca. Algunos eran apenas un tono más ásperos. Tu cuerpo delataba varias voces de niños llamándote por las madrugadas. Horas acumuladas de guardapolvos lavados y planchados. Noches de humo, de poca leche y algo de pan. No me animé a preguntar tu nombre, ni tu edad. Ni desde hacía cuánto tiempo que estabas en ésto.

Entonces, dos chicas entraron hablando alto, desenfadadas. En unos minutos ensuciaron lo que habías limpiado. De nada sirvieron los carteles colocados en las puertas y en el costado del espejo. Vos fuiste hasta la última puerta. Tomaste el balde, el lampazo y una botellita sin marca con el desinfectante diluido. Entraste para repetir una vez más la rutina de tu trabajo. Ni una nota de sangre, ni un adiós marrón cambió la música de tu rostro.
Mientras me lavaba las manos, me di vuelta para observarte. Te movías al compás de un pensamiento. Tocabas vientos de dolor. Después, juntaste todas las cosas. Las guardaste sin hacer ruido, en el mismo lugar. Volviste a tu taburete viejo. Te sentaste al lado de la mesa de fórmica. La misma nube que vi al entrar.
Antes de irme te dejé dos monedas de un peso sobre un plato blanco. Te di las gracias. Vos no me contestaste. No miraste. Nada.

Salí al bullicio. Al calor y a los colores de Retiro. Me mezclé entre la gente que llegaba y con la que se iba. Crucé bares. Esquivé la invasión de puestos y los kioscos de revistas. Leí el anuncio de partidas en el cartel. Llegué a la plataforma "21". Subí al micro verde que me llevaría lejos de esta ciudad. Me senté. Me puse los auriculares para escuchar música. Pero sólo escuché el eco blanco de los refucilos de tu desamparo.

Decidí que a mi vuelta pasaría a saludarte. Lo hice. Pasé, y sobre el plato te dejé una corona de princesa. Una flor que sólo abre por las noches, junto a la escama de un dragón.