viernes, 12 de diciembre de 2008

Palabras estimuladas

El 25 de marzo de 1976, un día después del golpe militar, un pintor holandés recién llegado a Buenos Aires se enamoró de la luz argentina. Pésimo momento para enamorarse, es cierto, pero también es cierto que uno no elige los momentos en que se enamora, tal como no elige los momentos en que el cuerpo es invadido por una fiebre áspera, tóxica.

Una parte del país estaba enfermo. Muchos se juntaban a escondidas y se sentían parte de la vacuna que se necesitaría para que éste resistiera a la cruel enfermedad. Recién llegado, se sumó a ellos. Para empezar, un amigo le consiguió un lugar seguro en un cuarto de familia.

Vincent bajó los brazos y se dejó cautivar por la luz de los cien barrios porteños. Caminó la ciudad. Recorrió el trazado de las líneas de subte tantas veces, que las tenía dibujadas en su mente, tan nítidas como las líneas de su mano. En cada punto de estación, marcó una historia, un dibujo: el boceto para una nueva pintura.

Así empezó mi entrevista esa tarde. Durante nuestra charla no se cansó de repetir que las marcas siempre se entrelazan, vibran, se truecan. Como en un toque de azar -o no-, en un andén, encontró otra luz dentro de la ciudad: Malena. Ella sería su otra luz, el botón de encendido para el resto de sus días. Me bastó escucharlo hablar un rato sobre ella, para darme cuenta de que aún la amaba con la misma pasión e intensidad de hacía treinta años.

No le alcanzó conocer la ciudad. De su mano recorrió el sur, las cálidas montañas del norte y el verde tranquilo de la pampa. Vivió entre sueños de bandurrias y canquenes. Caminó la luna en un valle, voló junto al cóndor andino. Su boca probó salmones y el intenso sabor de los ciervos ahumados. Calmó el frío de muertes cercanas con el calor de una salamandra y un horno de barro, entre cardones, soles y agua. Y le fue imposible poner un número a los muchos vinos, a los cafés y los mates compartidos.

Mientras lo entrevistaba, su rostro se nubló un rato para decirme con voz dolida que en la cultura de la globalización, no se llega siquiera a entrever un lugar diferente o un modo distinto. Lo que se nos da es una prisión. Luego, de golpe, se rió como un niño. Se jactó de la ventaja que tenemos los escritores y los pintores, que podemos dibujar una puertita en la pared más hermética de las prisiones. Y salir por ellas. E inventar otras. Yo también me sonreí, aliviado, y espanté las nubes que se habían instalado en mí.

Al rato, empecé a notarlo algo cansado, conmovido. Me dijo que nunca pensó en volver a su país, por ella, y porque a pesar de todo, el viento arrimaba mejores propuestas que las de antes.
- La primavera a veces huele a invierno. Ahora, no. ¿Cuánto me queda?¿siete?¿diez?¿quince septiembres?...


Quedó callado un rato y yo entendí que era hora de irme. Me dio la mano. Se arrimó a la puerta de su casa y le agradecí su tiempo.

Volví a casa con el peso de haber sido sincero a medias con él. Por más que lo intenté, no pude decirle que yo también conocí a Malena, que yo ...
Me prometí que buscaría una excusa para volver a visitarlo y entonces sí se lo contaría.
Pero esa noche no pude dormir por el presagio de algo irremediable.


John Berger - Gabriel García Márquez - Mario Benedetti - Juan Forn -
Revista Gourmet

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