Llovían estrellas.
Te pedí:
traeme un murmullo de filisteños.
Ya escucho que vientos y olas
los dejan sobre la arena
como olvidados.
Y yo los encuentro.
Y se me escapan las manos.
Porque este es un garbonclo
pero un garbonclo rafado.
El silencio vibrante
que dejaron nuestras ancracias
hace girar el trompo
y casi nadie ve
el minúsculo puntito
sobre el que está apoyado.
¿Serán nuestros suspiros,
nuestros susurros,
los que lo mueven sin parar?
O quizás,
¿un pronóstico equivocado
lo mantiene girando tanto tiempo?
Pero qué importa.
Si tengo tantos miedos,
y ninguno a filistear.
Nadie podría decir que no
a este garbonclo.
A este garbonclo volarante,
como el de Oliverio,
tal vez,
como el de Chagall.
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