La última vez que lo vi, no se despidió. Se escondió detrás de su escamoso de metal. Lo vi acercarse a la aleta izquierda, asomar su cara a un orificio pequeño y perderse en una nube de arenas de fondo de mar.
La rampa, sólida, estaba preparada enfrente de casa. El móvil la carreteó, pesado como mil escamas oxidadas. La cola tocó el piso y sacó algunas chispas. Crujió. Levantó vuelo; un vuelo muy, pero muy ruidoso. Todos sus acompañantes ayudaron para el despegue. Y a diferencia de él, antes pasaron a despedirse de nosotros, uno por uno.
Esa madrugada, durmió en el sillón que le preparamos. No se quejó; se levantó de buen humor. Se peinó con los dedos las largas cintas de algas. Se sentó en la piedra, y tomó con ganas su desayuno: una lata de agua oceánica, galletas de anémonas marinas, dulce de cartílago y jugo de tinta de calamar. Su charla era burbujeante y profunda. Nadie dejó de escucharlo. Sobre todo, cuando contó cómo los peces ponen infinitos huevos entre hojas y piedras y con sus colores forman en las profundidades un arco iris de agua.
El mozo lo escuchaba con su luna de plata sostenida en una mano, el soldador de escamas observaba todo con sus gafas levantadas. Mientras hablaba no dejaba de moverse. A su lado suspiraban chicas de cabellos rojizos, aire provocador y rosarios de coral. Se acomodaba la ropa, y de vez en cuando, dejaba caer alguna perlita, una estrella y un caracol. Yo los junté y los coloqué en el baño en un plato de cerámica azul.
Debido a los preparativos de la partida, esa mañana fue muy ruidosa y agitada. Recuerdo que se acercó y acarició mi cabeza, lento y suave. En la seda negra quedaron enganchadas algunas escamas que guardé en una cajita de nácar.
Algunas noches acomodo perlas, estrellas y caracoles. Descubro que nunca están como los dejé la última vez. Ya no le pregunto por qué no se despidió. Llueven escamas. Y no importan los por qué.
La rampa, sólida, estaba preparada enfrente de casa. El móvil la carreteó, pesado como mil escamas oxidadas. La cola tocó el piso y sacó algunas chispas. Crujió. Levantó vuelo; un vuelo muy, pero muy ruidoso. Todos sus acompañantes ayudaron para el despegue. Y a diferencia de él, antes pasaron a despedirse de nosotros, uno por uno.
Esa madrugada, durmió en el sillón que le preparamos. No se quejó; se levantó de buen humor. Se peinó con los dedos las largas cintas de algas. Se sentó en la piedra, y tomó con ganas su desayuno: una lata de agua oceánica, galletas de anémonas marinas, dulce de cartílago y jugo de tinta de calamar. Su charla era burbujeante y profunda. Nadie dejó de escucharlo. Sobre todo, cuando contó cómo los peces ponen infinitos huevos entre hojas y piedras y con sus colores forman en las profundidades un arco iris de agua.
El mozo lo escuchaba con su luna de plata sostenida en una mano, el soldador de escamas observaba todo con sus gafas levantadas. Mientras hablaba no dejaba de moverse. A su lado suspiraban chicas de cabellos rojizos, aire provocador y rosarios de coral. Se acomodaba la ropa, y de vez en cuando, dejaba caer alguna perlita, una estrella y un caracol. Yo los junté y los coloqué en el baño en un plato de cerámica azul.
Debido a los preparativos de la partida, esa mañana fue muy ruidosa y agitada. Recuerdo que se acercó y acarició mi cabeza, lento y suave. En la seda negra quedaron enganchadas algunas escamas que guardé en una cajita de nácar.
Algunas noches acomodo perlas, estrellas y caracoles. Descubro que nunca están como los dejé la última vez. Ya no le pregunto por qué no se despidió. Llueven escamas. Y no importan los por qué.
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