En Hiroshima, una niña mira la luna y se sonríe. Su obachan le dijo que hay dos conejos haciendo pastelitos de arroz.
En Buenos Aires, un caminante se dirige a la intersección de Av. Figueroa Alcorta y Casares. Se esconde detrás de unas cañas de bambú, y contempla largo rato a una mujer vestida con kimono. La mujer está parada en el punto medio del arco rojo del puente. Sucede cuando cae la tarde; el jardín se vacía de visitantes, y queda en silencio.
Sin hacer ruido, el huésped avanza unos metros abrazado al arco de tiro que lleva bajo el brazo. Se resguarda detrás de una mata de azaleas. Sólo se escuchan los peces carpa que nadan en busca de alimento. En el otro extremo del lago canta un pájaro. El huésped se acerca aún más al puente. Contempla de espaldas a la mujer. Corre una rama de pino. Ajusta la visión, y apunta al centro de la luna del kimono. Tira. Las grullas se asustan y emigran a un pliegue de las mangas. La flecha atraviesa la luna hasta tocar el corazón de la mujer. Él se toma el abdomen como si hubiera recibido un golpe seco en las vísceras. Se acerca. Apoya su rostro sobre la piel de seda del obi de la mujer. Cierra los ojos. Y atraviesa el umbral de lo posible.
Es un niño que sale hacia el bosque para buscarla en el "día de las muñecas". Una tropilla de guerreros pasa a su lado, y se pierde en un camino de farolas de papel. Siente el peso de las pecheras de los samurai, los cascos y las katanas caídas sobre las esterillas. Estampas. Más estampas. Una puerta del período Meiji se abre de par en par. Percibe un leve balanceo, el tamborilleo de pasos sobre el piso de madera. Saluda de lejos al Emperador y le da la mano al Monte Fuji.
Luego, cumple con las reglas de cortesía. Entra en una casa noble de madera y de papel. Un teatro de sombras, una figura inclinada. El delicado ofrecimiento de la ceremonia del té.
Despega su rostro del obi de seda. Se limpia los ojos. Toma el chawan y bebe un sorbo de té verde. Lo degusta. Ahora la mujer de kimono está de frente a él. Se pierde en sus ojos profundos, y aunque ella baja la mirada, puede leer su historia a través de la piel. Lo seduce el tintineo de adornos en la cabeza de la mujer, como si golpearan pétalos de glicina dentro de él. Se abandona a su aroma dulce, a las curvas de su nuca, y al nacimiento de su espalda. Escucha el shamisen y el canto que empieza a reconocer. Disfrutan largo rato, hasta desvanecerse. Las azaleas abren sus flores, las piedras se mueven. Un buda sonríe.
Cuando vuelve en sí, la mujer de kimono ha desaparecido. Él está parado sobre la misma tabla de madera del puente rojo, con su arco en la mano. Un pétalo lila cubre su herida: la fuerza vencida por la suavidad.
Entonces, oye la voz gruesa y entrecortada de un hombre de kimono y hakama azul y ojotas de madera. Se acerca dando pasos firmes. Le señala un gran portón de hierro y madera oscura. Antes de que pueda tomarlo del brazo, el huésped desaparece.
Dicen que a la hora en que el Jardín Japonés de Palermo cierra sus puertas a los visitantes, una pareja queda demorada largo tiempo sobre el puente rojo. Pero cuando alguien se acerca a pedirles que se retiren, ellos, ya se han ido.
En Buenos Aires, un caminante se dirige a la intersección de Av. Figueroa Alcorta y Casares. Se esconde detrás de unas cañas de bambú, y contempla largo rato a una mujer vestida con kimono. La mujer está parada en el punto medio del arco rojo del puente. Sucede cuando cae la tarde; el jardín se vacía de visitantes, y queda en silencio.
Sin hacer ruido, el huésped avanza unos metros abrazado al arco de tiro que lleva bajo el brazo. Se resguarda detrás de una mata de azaleas. Sólo se escuchan los peces carpa que nadan en busca de alimento. En el otro extremo del lago canta un pájaro. El huésped se acerca aún más al puente. Contempla de espaldas a la mujer. Corre una rama de pino. Ajusta la visión, y apunta al centro de la luna del kimono. Tira. Las grullas se asustan y emigran a un pliegue de las mangas. La flecha atraviesa la luna hasta tocar el corazón de la mujer. Él se toma el abdomen como si hubiera recibido un golpe seco en las vísceras. Se acerca. Apoya su rostro sobre la piel de seda del obi de la mujer. Cierra los ojos. Y atraviesa el umbral de lo posible.
Es un niño que sale hacia el bosque para buscarla en el "día de las muñecas". Una tropilla de guerreros pasa a su lado, y se pierde en un camino de farolas de papel. Siente el peso de las pecheras de los samurai, los cascos y las katanas caídas sobre las esterillas. Estampas. Más estampas. Una puerta del período Meiji se abre de par en par. Percibe un leve balanceo, el tamborilleo de pasos sobre el piso de madera. Saluda de lejos al Emperador y le da la mano al Monte Fuji.
Luego, cumple con las reglas de cortesía. Entra en una casa noble de madera y de papel. Un teatro de sombras, una figura inclinada. El delicado ofrecimiento de la ceremonia del té.
Despega su rostro del obi de seda. Se limpia los ojos. Toma el chawan y bebe un sorbo de té verde. Lo degusta. Ahora la mujer de kimono está de frente a él. Se pierde en sus ojos profundos, y aunque ella baja la mirada, puede leer su historia a través de la piel. Lo seduce el tintineo de adornos en la cabeza de la mujer, como si golpearan pétalos de glicina dentro de él. Se abandona a su aroma dulce, a las curvas de su nuca, y al nacimiento de su espalda. Escucha el shamisen y el canto que empieza a reconocer. Disfrutan largo rato, hasta desvanecerse. Las azaleas abren sus flores, las piedras se mueven. Un buda sonríe.
Cuando vuelve en sí, la mujer de kimono ha desaparecido. Él está parado sobre la misma tabla de madera del puente rojo, con su arco en la mano. Un pétalo lila cubre su herida: la fuerza vencida por la suavidad.
Entonces, oye la voz gruesa y entrecortada de un hombre de kimono y hakama azul y ojotas de madera. Se acerca dando pasos firmes. Le señala un gran portón de hierro y madera oscura. Antes de que pueda tomarlo del brazo, el huésped desaparece.
Dicen que a la hora en que el Jardín Japonés de Palermo cierra sus puertas a los visitantes, una pareja queda demorada largo tiempo sobre el puente rojo. Pero cuando alguien se acerca a pedirles que se retiren, ellos, ya se han ido.
Esto es poesía en su estado más puro Keiko, que bien está escrito, Cuanta delicia en la combinación de palabras, magia, calidad, yo también me fui a otro mundo leyendo esta belleza... gracias!
ResponderEliminarKeiko, belleza pura, que trasporta de imagen en imagen y de estampa en estampa. Extraordinaria mezcla de equilibrio y fantasía, delicadez y potencia. Maravilloso. Gracias.
ResponderEliminarAna
Gracias chicas!!!!!
ResponderEliminarun abrazo para cada una,
Keiko