domingo, 28 de junio de 2009

Pobreza en el mundo





El ojo abierto que no ve
Una lenteja en un plato blanco
El lunar enfermo que opaca la luz de la mejor luna.





miércoles, 24 de junio de 2009

Zoom


Apagó el despertador a las seis y cuarto. De memoria, hizo el recorrido hasta el baño. Salió arrastrando los pies y con la cara un poco mojada. Cuando se asomó a la puertita de seguridad de la escalera, se encontró con una tranquera. La abrió. Apoyó el pie derecho en el primer escalón. Lo notó rugoso, alto; flotante, como una hamaca. Perdió el equilibrio, y se tomó del pasamanos. La baranda era flexible y suave, como el tallo de una enredadera. Descendió cada tronco envuelto en aromas y mareos de arrayanes, alerces, bosques de pinos y tierra húmeda. Las hojas se le pegaban a la piel. Escuchó el llamado del toc-toc de un pájaro carpintero, y un grito de bandurrias terminó de despertarlo. Al llegar al último escalón, una liebre se escondió por detrás. Pegó un salto y llegó al comedor. La alfombra había cambiado sus lanas rojas y verdes por matas de oxalis, amancays, lupinos y retamas. Los sillones eran arena fina; la araña, cinco soles. El cielorraso reflejaba un cielo profundo y sin nubes.
Se sentó en un muelle. Desayunó con centenares de niños, adolescentes y adultos, quienes se marcharon y caminaron hacia distintas montañas por senderos en tirabuzón. Los más viejos tomaban mate en lo alto de las araucarias. De a ratos, jugaban al ajedrez. Una bicicleta roja dormía apoyada en un pino; sin despertarla, subió. Un zorro puso su cola en flecha para señalarle el camino. Bordeó el camino de ripio acompañado por la danza de un abejorro; zigzagueando, llegó a las cabañas. Subió diecisiete escalones hasta el deck, y contempló largo rato el Chapelco. Se sintió inmensamente más fuerte.
Dejó sus ropas -una a una- en las astas de un huemul. Abrió la puerta, y con la punta del pie tocó el agua. Estaba increíblemente tibia. Con su ondulación despertó a los habitantes del lugar. Lo saludó una trucha arco iris; otra aleta se asomó y le tiró una hilera de perlas. Quiso tocarlas, mientras veía cómo se hundían. Entonces, se sumergió en sus aguas. Nadó siete lagos. Sin parar. Se renovó la piel y se limpió el alma.
Cuando llegó a la otra orilla, se sentó sobre una piedra. Se vistió. Se puso los zapatos. Miró. Miró todo. Y vio qué chiquita era su casa.

viernes, 12 de junio de 2009

Crónica de un lápiz negro

Tengo siete años y estoy en un pupitre de madera. Sobre el cuaderno de hojas rayadas, con la tinta oscura de las letras se formó una acuarela de sal. La señorita Norma me reta, me reta mal. ¡Qué mala que es! Arruinó mi dibujo hecho en lápiz: "trabajo sin terminar", "falta pintar". Yo le explico y le vuelvo a explicar de buena manera que es así, en blanco y negro... pero no; no me quiere escuchar.

Han pasado tantos años, pero ¿cómo olvidarla? No es cierto que los chicos no entienden, que no se dan cuenta. A partir de ese momento, recuerdo que yo descubrí varias cosas: tendría problemas con la "autoridad", sabía lo que me gustaba, me las ingeniaría para hacer lo que me gustaba y además, sabía lo que se sentía si me quitaban un poco de libertad. La maestra no escribió más notas sobre los dibujos, directamente llamaron a mamá. Mamá, con su diplomacia oriental, apagó el fuego encendido en los directivos y en la maestra, y puso compuertas al dique para contener mi llanto.
De ahí en más, tal vez para que usara más color en los trabajos, comenzaron a regalarme para cada fiesta y oportunidad que se presentara: lápices de colores en cajas de cartón o metal, acuarelas y pigmentos en pomitos. Yo los usaba con placer si lo que quería era usar color en un trabajo. En un block aparte, hacía dibujos en lápiz negro y los esfumaba con el dedo o con un pedacito de algodón.
Tanto insistieron con el color, que a los diez años de aquel episodio, empecé a estudiar óleo. Algo denso y espeso; sentía que me quedaba trabada en cada pincelada: montones de trabajos buenos que a mí no me gustaban. Pero como todo lo que es auténtico en algún momento aparece, luego de unos años, descubrí la aguada japonesa, con sus sutiles gamas de grises, negros intensos, y la presencia del blanco en sus vacíos. El trazo fugaz y sugerente; esa sí que era yo. Y entonces, volví a recordar a la señorita Norma.

Cuántos engaños y paradojas rodean a una educación verdadera. Cuántas teorías y cotillones distraen de la esencia. Leo en el diario: "La mala educación genera pobreza"... ¿Es cierto ésto? Y mientras en todo el mundo caen bolsas de comercio, en la puerta de un comercio encuentro a un niño que no tiene siquiera una bolsa caída. Lo observo un rato. Veo que deja su aliento en el vidrio y escribe algo. Juega. Camina casi a la par mía y después, toma un palito y hace un dibujo en la tierra de la plaza. Se saca un moco, lo amasa y hace una bolita. Y pienso que ayer nomás, tuve una reunión con directivos de escuela privada, de clase media, que toman cursos y hacen viajes y descubrí a través de un juego cuánto tiempo hacía que no pintaban, que sólo escribían discursos para los actos formales, que hacía tanto que no jugaban con un pedacito de plastilina. Y me pregunto, ¿quién de todos es más pobre?...


La seño Norma no era mala; a ella también le habían enseñado mal.


Si pudiera, juntaría el dinero que invirtieron mis padres en educación más el mío para completarla. Pondría todo en una caja (no de ahorro), la batiría y repartiría todo entre los que fueron mis educadores de verdad. Aunque, seguro que ellos me dirían: no, dáselo a alguien que lo necesite más, para mí enseñar es una acto de generosidad.

Y ahora ya no tengo siete años; estoy con chicos de siete años. Algunos días me emociono, como cuando Julia eligió un libro en el recreo y compartió conmigo la fascinación de descubrir las pinceladas de los lirios de Monet, de sus nenúfares, de sus glicinas. Entonces, yo le conté que justo eran las flores que a mí me gustaban. Al día siguiente, me llamó y me dijo: "mirá lo que te traje, semillas de glicina y del color que te gustan a vos". Y me digo que sí, que este es un acto de amor.

Veo un círculo que se cerró, y que sigue en espiral. Estoy frente a otro cuaderno de hojas rayadas, ahora mis acuarelas son de agua dulce. Y al fin puedo escribir las palabras que se habían borroneado aquel día.




lunes, 8 de junio de 2009

Cuando las grullas descansan



Es durante la noche que los amantes se encuentran y las grullas descansan. Es una noche mágica; un tiempo sin horas. Yo sé que pintaré acuarelas de sal en nuestros cuerpos; te pintaré acuarelas de leche y miel. Nos visitarán entonces vientos rojos. De nuestros ojos caerán violetas y narcisos. Podrás recorrerme lugar a lugar, y tus manos se llenarán de fresias y de jazmines. Aún así, sin ninguna luz, yo podré ver los colores. Y cuando esto suceda ya no habrá más mapas mudos.